Traumatismo

Volvemos a ser niños para lijar el peso de la beligerancia.
Volvemos a ser niños cuando ensanchamos la memoria, retomando la marcha que nos sitúa nuevamente en parajes donde la inocencia relució como gotas de mercurio.
Volvemos al abrazo de las personas que no vemos más, vemos los caminos que nos condujeron a las casas donde jugamos con muñecos ajenos, las terrazas que nos permitieron observar edificaciones, el parque habitado por grillos y piedras grises.
Desde balcones detectamos con la mirada el caos que nos aguardó y ahora padecemos.
Puedo ver a caperucita y al lobo feroz pintados en la pared de la escuela, un jardín de rombos, un maletín con las letras abc como portada, como si se tratase de un libro de relatos mágicos, concisos y fraternales.
Puedo ver el color del mango biche vendido por supervivientes con canas, el cono rosado más barato del barrio, el Cofio, el Minisigüi, las escalas empolvadas, el suelo caliente, el agua que se ensuciaba con los traperos de la escuela, la música que desapareció del sentido y raramente se escucha en la radio, las masturbaciones con el borde del colchón, el sonido de múltiples disparos, los celos generados por el abandono afectivo de los padres, la misma ropa que use durante muchos días, la ropa que nunca tuve, las fiestas que hicimos en el callejón con manguera y balde el primer beso insípido, la primera película pornográfica, la ducha luego de salir de las piscinas, las misas infantiles, las oraciones que no pronuncie, las rosas cortadas, los libros con aspecto envejecido de la biblioteca del barrio, las gallinas asesinadas por mi madre, el cigarrillo de la vecina loca, la sangre mojando el labio de una niña, el rostro ahogado de otra, producto de mi lado macabro y maleducado, la vez en que baje el pantalón a un niño. En la infancia también pisoteamos y humillamos al más silencioso y sumiso.
Aquí me encuentro, tumbada en la cama conservada desde los días en que resonaban las voces de los abuelos.
Aquí me encuentro, conservando el aire tibio de la contemplación y el arma destructora implantada en la mente desde el primer día que degusté el sabor de la maldad.
He decidido renunciar al nido que me acogió con bondad y agravio porque la realidad nos alimenta de una forma descarada y forzosa.
La firmeza y reconocimiento del infierno creado por nosotros son el medio para enmendar la desazón de encontrarnos constantemente en terrenos baldíos.
Migramos para vernos mejor.

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